dimecres, 19 de març del 2008

¡JUGAD, JUGAD, MALDITOS!

Columnistas - LaRazón - 19/03/2008

¡Jugad, jugad, malditos!
Gabriel Albiac

Nada más humanitario que unos buenos Juegos Olímpicos. Lo supo Hitler. Lo sabe China, ahora. ¿Tíbet? ¿Qué es eso? Un conmovedor arranque de lirismo ha llevado al primer ministro chino, Wen Jibao, a entonar ante la prensa occidental esta preciosa proclama de humanismo olímpico: «El mundo va a quedar muy satisfecho con los Juegos Olímpicos de Pekín? Las sonrisas de los 1.300 millones de habitantes de China serán respondidas por las de gente de todo el mundo». Igual que a Zapatero, al señor Wan le encantan las sonrisas. Que unos cuantos cientos de tibetanos deban ser loncheados para que ese esplendor y esas sonrisas destellen, es un precio bien tenue a pagar, no nos engañemos. No hay cadáver tibetano que pese más que una pluma frente a la gracia majestuosa del atleta que pega su brinquito más atrevido. China es un inmenso presidio, a cuyos habitantes ninguna felicidad les es tolerada que no sea la de deslomarse a trabajar como esclavos del Estado, día tras día, sin más derecho que el de reventar sus vidas al servicio de la más noble de las causas: la que hace la apoteósica opulencia de ese crudo mandarinato en el cual hace ya muchas décadas que se mutó la jefatura del partido comunista chino.

Pero, sí, no dudemos de la palabra del dulce señor Wen: el mundo va a sonreír muchísimo viendo por sus televisores las humanísticas proezas de saltarines, corredores, habilísimos practicantes de juegos de habilidad y fuerza la mar de entretenidos. ¿Qué necesita el espectador occidental, tan bien alimentado él, tan tibiamente protegido en su familiar madriguera, atónito ante el prodigio de su televisor de plasma? No, desde luego, cuerpecillos tibetanos triturados por los tanques del muy popular ejército de China. Eso es desagradable y liga fatal con el buen gin-tonic de después de la cena. Ante su pantalla de plasma nuevecita, el espectador necesita lo de siempre: «panem et circenses». La pitanza se la pone él. El espectáculo se lo sirven, vía satélite, los camaradas chinos. ¡Gran invento, esto de las Olimpiadas!

¡Gran invento! No ha habido dictadura, en los últimos tres cuartos de siglo, que no haya sabido a la perfección eso. Y que no lo haya sabido utilizar sin remordimiento alguno. Y que no haya disfrutado de la complicidad de todas las plácidas democracias; porque un joven cuerpo que exhibe su potencia es agradable de ver, llegue desde donde llegue hasta mi pantalla; porque miseria y sangre quedan fuera del estadio, no manchan la estupenda pantalla de plasma ni la blanda cretona del sofá, no arruinan el gin-tonic de la sobremesa, son, en rigor, invisibles. Así lo supo Hitler en 1936. Así, los asesinos del PRI en el México de la matanza de Tlatelolco en 1968. Exactamente igual, los soviéticos, de carnicería, aquel olímpico año 1980, por Afganistán, sin más resistencia, ya se sabe, que la de los malvados imperialistas yanquis, que es que no se enteran de la raíz profunda que hermana a socialismos y fascismos con los fraternalmente humanitarios principios del benévolo olimpismo.

«Los Juegos son una reunión de pueblos de todo el mundo» -entona el lírico Wan Jibao-, «y en ellos se debe respetar el espíritu olímpico, no politizar los Juegos». ¡Jugad, jugad, malditos!